Esta historia comienza como todas mis buenas historias, en una villavesa. Yo estaba sentado, pensando, o, mejor dicho, discurriendo la mejor manera de fingir mi propia muerte y, así, huir de mis acreedores. Entonces, ella se subió a la villavesa. Una chica alta, de definidas curvas, una melena que ondeaba con el aire acondicionado y unos ojos claros como la piel de un hemofílico. En la radio, empezó a sonar esa canción tan especial:
“Nothing is gonna cheinch mai lov for youuuuuuu… llallalalalalala … (bis)”
Ella se movía a cámara lenta. No andaba, sino que se desplazaba por el suelo como el marciano travestido de Mars Attacks. Se sentó a mi lado y su olor se me clavó en el tuétano. Olía a kiwi y a chocolate. Yo estaba en un estado de ensoñamiento, como el que tienes cuando fumas mortadela.
Al cabo del rato, ella habló. Con su voz plateada, le preguntó a una decrépita ancianita: “¿quiere sentarse?”. La abuela, orgullosa ser capaz mantenerse sobre sus maltrechas piernas, rechazó el ofrecimiento: “No, gracias, maja”. Yo le miré a la abuela y, mentalmente, le advertí: “Más le vale”.
Sin embargo, diez minutos después, mi ángel se fue e, inmediatamente, se me sentó una señora al lado. Ésta era muy distinta. No es que tuviera una fisonomía desagradable, pero su cara tenía una expresión de mala uva que haría cambiar de acera a Rambo.
Era una de esas expresiones como la de los caballos. Pero la de los caballos malos, como el de Rasputín, Atila o el del ajedrez. Sus diminutos ojos de cuervo miraban hacia un lado y otro del autobús, como si buscara una víctima para lanzarse a morderle el cuello.
MORALEJA: SONREID, SONREID, SONREID
“Nothing is gonna cheinch mai lov for youuuuuuu… llallalalalalala … (bis)”
Ella se movía a cámara lenta. No andaba, sino que se desplazaba por el suelo como el marciano travestido de Mars Attacks. Se sentó a mi lado y su olor se me clavó en el tuétano. Olía a kiwi y a chocolate. Yo estaba en un estado de ensoñamiento, como el que tienes cuando fumas mortadela.
Al cabo del rato, ella habló. Con su voz plateada, le preguntó a una decrépita ancianita: “¿quiere sentarse?”. La abuela, orgullosa ser capaz mantenerse sobre sus maltrechas piernas, rechazó el ofrecimiento: “No, gracias, maja”. Yo le miré a la abuela y, mentalmente, le advertí: “Más le vale”.
Sin embargo, diez minutos después, mi ángel se fue e, inmediatamente, se me sentó una señora al lado. Ésta era muy distinta. No es que tuviera una fisonomía desagradable, pero su cara tenía una expresión de mala uva que haría cambiar de acera a Rambo.
Era una de esas expresiones como la de los caballos. Pero la de los caballos malos, como el de Rasputín, Atila o el del ajedrez. Sus diminutos ojos de cuervo miraban hacia un lado y otro del autobús, como si buscara una víctima para lanzarse a morderle el cuello.
MORALEJA: SONREID, SONREID, SONREID
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