Entre las experiencias más gratificantes que he tenido la oportunidad de disfrutar últimamente, hay una que se lleva la palma: ser el blanco de la conversación de un grupo de marujas. Como sabréis, he estado de vacaciones con mi madre. Un plan que me ha obligado a estar seis días demostrándome a mí mismo que todavía puedo ser un chico presentable y formal.
Bien, pues durante las cenas en el hotel, yo y mi madre compartíamos la mesa con… ¡¡¡un grupo de marujas!!! Me refiero a marujas de esas de las de siempre. Esa especie en peligro de extinción tan propia de la España más castiza y que se puede encontrar todavía en algunos reductos del interior de la península.
Las marujas son, sobre todo, conocidas por hablar mucho. Exprimen cada tema del que conversan hasta el fondo. Eso sí, dando siempre una visión de cualquier aspecto desde un punto de vista doméstico, tradicional y moralista.
Esa noche, les dio por hablar de mí. Yo, por educación, y porque no me atrevo a abrir la boca frente a mi venerada madre, mantuve el pico cerrado, masticando con esmero la comida y mirando con atención a mis compañeras de mesa (fijándome en la nariz, y no en los ojos, ya que soy muy tímido con las señoras mayores). Mientras, ellas hablaban como si me conocieran de toda la vida:
“Ay, ¡qué chaval más bueno! ¡Cómo acompaña a su madre! Tiene cara de no haber roto un plato…”. Y siguieron indagando: “Ay, ¿tienes novia?”. A lo cual yo respondí que no, y ellas continuaron: “pues a ver si te echas una buena. Y a ver si te das prisa, que el que llega a primera hora al mercado coge el pescado fresco, y, quien llega a la última, recoge las sobras”.
Yo escuchaba con paciencia estoica. Por mi cabeza, barrundaba constantemente la misma idea: “¿en qué lugar cerca de aquí me pueden servir un ron-cola?”.