PRIMERA REFLEXIÓN 1:
El busero psicópata (el terror de las agüelicas sin asiento)
Epifanía Mercedes Cabrera de todos los Santos, abnegada ama de casa de 74 años, volvía con sus bolsas del mercado municipal del Ensanche. "El pescado ha subido que es una barbaridad. No hay derecho", reflexionaba para sus adentros. Se subió en el autobús.
- Buenos días -dijo afablemente al conductor.
- ¡Venga deprisa! ¡Y vayan hacia atrás que hay hueco! ¡¡Venga, apretujaos copón, que veo un resquicio donde todavía queda oxígeno!!
Epiafanía introdujo la tarjeta bonobús en la ranura. Con un pitido agudo, el aparato la expulsó sin ticar. La introdujo de nuevo con el mismo resultado. Iba a introducirla por tercera vez cuando el busero (Antonio, a partir de ahora) recogió la tarjeta con un rápido zarpazo.
- ¡¡¡Está sin saldo señora!!! ¡¡¡Es un euro, pague o no le puedo dejar pasar!!! ¡¡¡Y deprisita que llego tarde!!!
Epi (para abreviar) rebuscó en su diminuto monedero. No sin malicia, y con falso cansancio, comenzó a sacar monedas de céntimos y a acumularlas en la bandejita del conductor. Vana esperanza la suya que Antonio 'busero psicópata' se mostrara benévolo y la dejara pasar sin pagar. Por el contrario, su mirada permaneció fija en la señora. Fulminandola con la mirada. Como si pretendiera despellejarla y echar vinagre a sus heridas sólo con sus pupilas. Resignada, Epifanía sacó la moneda de euro que reservaba en una esquina del monedero.
Con un golpe seco, Antonio pulsó el botón que imprimía el billete. Apenas lo había recogido Epifanía cuando Antonio pisó a fondo el acelerador, oblgando al despistado conductor de un turismo a dar un volantazo a la izquierda y casi subirse a la glorieta de Merindades. El impulso de la aceleración fue tal, que todos los pasajeros se vieron arrastrados al fondo del vehículo. Epifanía, que en ese momento tenía una mano ocupada con la bolsa de la compra y otra con el billete, salío despedida hacía atrás, aterrizando con su hombro, torpemente y mal, en uno de los postes de sujeción. Pero el impulso continuaba y sentía como se alejaba del poste salvador. Soltando el tiquet aferró aquella estaca amarilla.
Pero Antonio no se dejaba amilanar por un sentimiento tan inconsistente como la piedad. El autobús no disminuía la velocidad y Epi tuvo que hacer acopio de fuerzas (escasas, a fin de cuentas tenía 74 años), para alzar la mano con las bolsas y sujetar el poste amarillo con los dos brazos. Sus brazos intentarón ser un nudo marinero con el que evitar salir volando y aterrizar encima de los pasajeros.
Antonio veía todo por el retrovisor, pero seguía impasible. Su cara era una mueca de disgusto, asco y desprecio. Al llegar a la siguiente marquesina, apuró la distancia al máximo, y frenó en secó.
Epifanía no pudo sujetarse más. El autobús pareció girar 180º, pero en realidad, era ella la que estaba girando, y aterrizó con la espalda en el suelo. La bolsa del mercado se esparció por el suelo. Los pasajeros la ayudaron a levantarse, otro recogía la bolsa, otros le preguntaban si estaba bien y una señora refunfuñaba en silencio: "no hay derecho".
- ¡Venga deprisa! ¡Y vayan hacia atrás que hay hueco! ¡¡Venga, apretujaos copón, que veo un resquicio donde todavía queda oxígeno!!- metía prisa Antonio.
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2 comentarios:
esto es ficción, no?
está un poquillo exagerado, pero el caso es verídico.
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